martes, 9 de diciembre de 2008

El SUCIDIO DE DIOS*

Por Juan Villoro

Diego Armando Maradona ha tomado la temeraria decisión de dirigir a la selección argentina. Un país contiene el aliento ante lo que puede ser el descalabro de su favorito.
El Dios de los pies pequeños ha dotado de contenido a los comentaristas que bostezaban ante la tarea de analizar el abductor lesionado de un defensa o el costoso fichaje de un delantero.
Puesto en entredicho por sus intoxicaciones, Maradona es el tónico que el futbol necesita para despertar. A diferencia de la mayoría de sus colegas argentinos, que al llegar a cierta edad cambian la cancha por la tranquila gestión de una parrilla de carnes, el 10 albiceleste no ha dejado de buscar retos ni problemas. Su prodigiosa historia en los estadios ha sido una telenovela fuera de ellos.
El niño nacido en el arrabal de Villa Fiorito disponía de un don singular para influir en las pasiones de la especie. Nunca un pie izquierdo ha sido tan relevante, lo cual lleva a pensar si en verdad se trata de un ser humano. "Diego es un extraterrestre", ha dicho su hermano menor.
Su gracia para engañar a los rivales como quien les hace un favor lo convirtió en un futbolista de fábula. Pero Maradona tenía algo más: la magnética condición del ídolo. Anotar un gol con la mano en una Copa del Mundo sin que lo advierta el árbitro es una picardía de alta escuela. Decir que fue "la mano de Dios" es crear un mito.
Además, Maradona conservó el aire de jugador de barrio que está peleado con los peines y aun vestido de smoking parece a punto de matar un balón con el pecho. Fue el líder ideal de los descastados del futbol. Sus mayores triunfos ocurrieron en escuadras en perfecto estado de desprestigio. Llegó al Nápoles cuando el equipo había olvidado lo que significaba comer los tallarines del triunfo y lo llevó a conquistar el scudetto con la afrentosa seguridad del individualista que cambia a una tribu. Lo mismo ocurrió cuando se convirtió en capitán de la selección que dirigía Bilardo. Nadie creía en ese equipo tosco, que parecía haber olvidado que Argentina patentó el dribbling. Pero los tiempos del futbol son extraños: la anticipación de la contienda dura años; la hazaña dura siete partidos. En sus bíblicas siete jornadas de México 86, Maradona hizo que una Argentina de relativa jerarquía fuera invencible.
Después de los triunfos vinieron los estertores de una vida que no se resuelve sobre el césped. Sobredosis. Gordura. Alegatos de paternidad. Pruebas de ADN. Dopaje. Derroche económico. Fanatismo castrista. Llanto público. Peligro de muerte.
Dotado de una resistencia física excepcional, Maradona sobrevivió a su dieta de excesos y tuvo el temple para aceptar sus errores y reinventarse como conductor de televisión. Su temperamento adictivo lo llevó a probar numerosos modos de salir de escena y todos ellos condujeron a inesperados regresos a la escena.
El pasado miércoles me reuní en el periódico La Nación, de Buenos Aires, con Daniel Arcucci, coautor del libro Yo soy el Diego... de la gente. Después de años de seguir una vida con los altibajos de un electrocardiograma, este testigo impar ve así el destino del zurdo: "Diego se mueve por ciclos; cuando parece liquidado se recupera y vuelve a la cima. Esto siempre ha sido así. La primera vez que dijo que se iba del futbol fue ¡en 1977! Diego ha estado harto muchas veces. Lo que ha cambiado es que estos ciclos se han vuelto más breves. Antes pasaban años entre los éxitos y los fracasos, ahora los cambios son de un día para otro".
La esencia del superhéroe es su condición bipolar: en el desayuno mastica el rutinario cereal de Clark Kent y en la cena evita la kriptonita que no metaboliza Superman. Maradona ha sido un caso de bipolaridad extrema; la fascinación que ejerce se debe en buena medida a su condición dual de triunfador autodestructivo. Según advierte Arcucci, los años han intensificado la forma en que sube y baja. Lejos de los rigores del entrenamiento, depende por entero de su voluntad para evitar las tentaciones de una sociedad que promete placeres instantáneos a quienes cuentan con crédito suficiente.
Nadie sabe qué papel hará al frente de la selección. Con año y medio por delante, enfrenta un plazo adecuado para quien despierta sueños que no soportan la larga duración. Su asesor será el pragmático Bilardo, lo cual garantiza que un relato fantástico adquiera dosis de realismo. Sin embargo, la mayoría de los argentinos ve la aventura con un temor que no deriva de la inexperiencia del jugador para entrenar, sino del daño que puede hacerse a sí mismo. Es como si la estatua de San Martín cabalgara de pronto rumbo a una batalla desigual.
El Dios ha decidido jugar con fuego. Cuando se refiere a su colega en las alturas lo llama "el Barbas" o "el verdadero Dios". Preso en el circo de la idolatría, ha hecho hasta lo imposible por cometer los errores que certifican su condición humana. Extrañamente ha fracasado.
Sin otra credencial que su pasión por el juego que contribuyó a reinventar, Maradona se someterá a la gloria o al ultraje. Quienes lo dieron por muerto contemplaron con asombro su resurrección en el cielo provisional de la televisión. Cuando parecía serenarse en calidad de abuelo y se disponía a enseñarle a chutar al bebé que su hija tendrá con el Kun Agüero, volvió a sentir la tentación del abismo.
La cultura de masas se asoma a un espectáculo singular. De nuevo, Diego Armando Maradona se ha puesto en tela de juicio. Como el Inmortal, de Borges, ha buscado en vano el río cuyas aguas conceden la mortalidad. Los desastres no lo han acercado a la condición común de sus congéneres; por el contrario, han demostrado su imposibilidad de aniquilarse.
Cuando Dios dispara contra sí mismo tiene el pulso firme y la puntería de los seres sobrenaturales, pero sus balas son de salva.


Copyright © Grupo Reforma Servicio Informativo
*texto sugerido para adecmac por Sebastián del Amo

sábado, 18 de octubre de 2008

El Mejor

Cuento de Josefina R. Aldecoa.
Publicado en Cuentos de Futbol 2 Alfaguara 1998.
Fotos no, mire. Eso no, porque mi nuera me mata. Bastantes le sacan ya en el campo... Y de llevar­se las que le enseño, tampoco. A ellos no les gusta y allá ellos... ¿Y qué quiere usted que le cuente? Qué le va a contar una abuela. Yo de fútbol sé poco. Ahora, eso sí, del chico lo sé todo... El primer balón se lo re­galé yo. ¡Qué ilusión tenía! Era un balón de verdad. Pesaba... Que yo no sé cómo aquel chiquillo podía con él. Su madre torció el gesto porque ella no quería ni oír hablar del fútbol. Mi hijo no rechistó. Yo creo que se acordaba de cuando él era un crío y su padre también le había comprado uno... Mi chico se casó el año que murió Franco y mi niño nació a los dos años.

¡Qué tiempos, oiga usted! Si parece que fue ayer... Mi­re, el otro día viendo esos programas de la Prego en la tele, le decía yo a mi hijo: acuérdate de la noche que nos dio Aurora con el parto y el jaleo que había en la calle con los mítines y las elecciones... La madre no quería fútbol. Quería médico o ingeniero o abogado, pero fútbol, no... Listo fue siempre, muy listo. Echó a andar pronto, rompió a hablar pronto. Todo lo hacía bien y rápido. Mucho talento, sí señor. Por eso la ma­dre, natural, quería que estudiara carrera. Pero no hu­bo forma, oiga. ¡Qué afán con el balón...! Yo creo que esas cosas se heredan, como todo. Su abuelo, mi difunto marido, era loco por el fútbol...
Mire, acérquese. ¿Ve esta foto?.... ¿Que no sabe quién es él? ¿el de blanco? Pero hombre si es «la saeta rubia»... Y éste que le abraza, el que está de espaldas, ése es mi Juan. Fue un día que ganaron al Atleti... No, él no era socio del Real Madrid. Pero cuando podía, alguna vez, algún partido importante, se las apañaba para ir. Horas de cola se tiraban. Se turnaban los amigos, los vecinos del barrio. A veces pasaban toda la noche a la cola. Se iban para allá con la manta, los bocadillos, una botella de vino y a esperar... Qué años... Por eso digo que eso se hereda, qué duda cabe... A mí no, a mí el fútbol no me decía nada. ¿No ve que entonces aquí todavía no teníamos televisión? La radio sí, la radio te daba todo el partido como ahora. Yo, como veo regular y los sacan tan pequeños en la tele, le advierto que prefiero la radio que te lo explica todo mejor... Bueno, en casa tenemos la tele y la radio cuando juega el niño. A mí me gusta oír lo que dicen de él en la radio.

Mire, hay uno, no sé si es de la Ser o de Cope esa, que dijo un día: Desde Gento no ha habido nadie que corra como Baldo... Pues fíjese qué orgullosa. A ver... Usted no sabe lo que es una abuela... Hombre, la madre ya va entrando. No entiende mucho, no, pero se da cuenta de lo que el chico vale. Además, lo que yo le digo: Pero hija, médicos y arquitectos buenos hay muchos, pero un deportista como Baldo, de ésos hay poquísimos... Que no, que no digo sólo por lo que ganan, aunque eso también es importante. Lo digo porque mientras juegan, mientras son jóvenes, son como reyes, como los reyes de ese mun­do de ellos... Oiga usted, me acuerdo cuando le esco­gieron para los juveniles. En el colegio no vea usted. Del director hasta el último renacuajo de párvulos, estaban todos como locos...

Todo era Baldo por aquí y Baldo por allá y mi nuera con el morro torcido. Ya verá, me decía, éste no vuelve a tocar un libro en su vida... Y es que ella, mi nuera, vale mucho. Se ha preparado muy bien, ha estudiado mucho y está ahora de jefa de enfermeras en su planta, ahí en La Paz. Y ella, lo normal, quería que el chico hubiera estudiado para médico. El pa­dre, mi hijo, ése es más fácil de convencer. Le dijo a Baldo: Tú entrenas pero sigues estudiando ¿eh? Que la vida del deporte es corta ¿y luego, qué? El que lo hizo bien fue Pirri, le decía. Le sacaba mucho a relu­cir al Pirri aquel que se casó con la Sonia Bruno, tan mona que era ¿no se acuerda usted? Bueno, pues Pi­rri estudió medicina deportiva y cuando dejó de jugar lo fichó el Madrid para médico del equipo y ahí lo tiene usted...
¿Por dónde iba yo? No sé. Da igual... Pienso yo mil veces que si mi Juan levantara la cabe­za... Pero, hombre ¿quién le iba a decir a él que ten­dría un nieto futbolista? Él, ya se lo dije antes, era loco por el fútbol. Me decía: María, mujer, no ves, no te das cuenta que ese rato del partido, mientras lo ves si tienes la suerte de ir o mientras lo oyes por la radio, se te olvidan todos los problemas... Ahí, en la taber­na se reunían todos los amigotes los domingos y, hala, a esperar el partido, a discutir, a gritar, a beber vino que antes no se bebía otra cosa, no vaya usted a creer que los güisquis y las ginebras, que de todo eso nada.

O vino o una cañita de cerveza de barril, eso era lo que se usaba... Pero no me quiero ir por las nubes que ya sé yo que a usted le interesa el niño, que usted quiere que le hable del niño... Me pone nerviosa con el ca­charro ese de grabar. Ya, ya lo entiendo que si no, no puede escribirlo todo lo que le digo... Bueno pues el niño se crió muy bien... No, el abuelo no lo llegó a conocer. Murió joven. Vamos, que era joven para mo­rirse. Cincuenta y cinco años tenía. Llegó un día a casa, blanco como esa pared. Me dijo: Ábreme la ca­ma María, que no puedo más. Le había dado un dolor así, de repente en los riñones... Total, que no le veían nada claro, que lo llevaron al hospital y al fin... No, no conoció al nieto...
Teníamos dos hijos. El mayor que está colocado en Iberia, en tierra y vive en Barce­lona y el padre de Baldo que nunca me dejó: Madre, me decía cuando me quedé viuda, yo no me muevo de aquí, yo no te dejo sola. Y aquí se quedó. Está muy bien colocado. Entró muy joven de contable en los la­boratorios esos que hacen la penicilina... Hay que ver lo que fue la penicilina, cuando empezó. Tenía yo una amiga tísica perdida que se salvó gracias al Flemming que descubrió el invento... Bueno, pues a lo que íba­mos, mi hijo se quedó en Madrid. Muy bueno conmi­go y con todos porque es un chico que no se le co­noce un vicio ni un mal gesto con nadie. Tuvo novia joven, sólo una novia, su Aurora. Se casó con ella y cuando se casó se empeñó que yo me fuera cerca de ellos. Así que me vendió el pisito que teníamos por Galileo, que era interior pero estaba muy bien y luego que yo conocía a todo el mundo en el barrio... Pero no me importó irme con ellos a Moratalaz.

Ahora que eso sí, yo me compré un piso cerquita, pequeño, muy mono, pero aparte. Yo le dije a mi hijo: Mira, cerca sí. Pero independiente... Que sé yo lo que pasa con las suegras, que no es lo mismo vivir con una hija que con una nuera... Esto no se le ocurra ponerlo ¿eh? que mi nuera es muy buena chica, pe­ro no es lo mismo... Esa gloria no me la dio Dios, tener una hija.
Pero me dio cuatro hombres, el marido, los dos hijos y este nieto, el Baldo que ha sido mi alegría desde que nació... Me lo traían aquí cuando se iban a trabajar y aquí se pasaba todo el día. Pero si a este niño lo he criado yo más que su madre... La de bibe­rones, pañales, termómetros que habré gastado yo con él. Así que me adora. Pregúntele a él... Bueno, no le pregunte que ya sabe como son los chicos, les da vergüenza decir que te quieren. Y encima éste, que están deseando que hable, que diga algo para sacar­lo en las revistas...
Mi niño ¡qué listo era... ! Oiga, pe­ro qué pronto se ve que un niño va para algo grande... Yo le decía cuando era pequeño: ¿Qué vas a ser tú de mayor vida mía, ángel mío? Esas tonterías que se di­cen a los niños, y a los nietos más. Porque ya no estás pensando en otras cosas tuyas como cuando eras joven. Con los nietos no piensas más que en ellos. Ya ni qué me pongo para esta boda ni qué está haciendo tu hom­bre que no acaba de llegar.

Baldo, le pusieron así por el padre de ella, el otro abuelo, se crió muy bien. Fuerte y sano. Nunca estuvo malo de importancia. Algún catarrillo, la tripa, lo normal. Un niño muy alegre, muy juguetón. ¡Qué energía! No paraba quieto. Cuando empezó a andar me lo llevaba al parquecito de aquí al lado y allí se de­sahogaba. Luego dormía la siesta como un tronco. No fue al colegio hasta los cinco años porque me te­nía a mí ¿y quién le iba a cuidar mejor? Luego cuando empezó a ir yo le iba a llevar y a recoger. Me decían las señoritas: Vaya nieto que tiene usted, qué listo y qué bueno... que es lo que quiere oír una abuela... Me acuerdo el día que me dijo una de ellas: Su nieto va para futbolista. Porque desde muy pronto, eso sí, le encantaba la pelota. Como a todos, claro... ¿Estudian­te? Era bueno. Le gustaban y le gustan las matemáti­cas. Lo que más. Y dibuja muy bien...
A los once años empezó a jugar aquí en el barrio con el equipo del co­legio. Los entrenaba un vecino los sábados. Y los do­mingos jugaban con los equipos de otros colegios. En, seguida se veía que él valía mucho. Eso decían por­que yo, ni entendía ni entiendo. Sólo sé que mi Baldo es lo más bueno del mundo... Con el primer dinero que le dieron cuando empezó ya más en serio ¿qué cree usted que me regaló?... Un reloj de oro. Para que veas bien la hora y los minutos que faltan para terminar el partido, abuela, me dijo. Porque yo tenía un relojito de los de antes, muy poco dibujadas las cifras... Mire, cuando se lesionó aquella vez que pudo ser muy gordo aunque luego se quedó en poco, fue en el minuto veintisiete de la segunda parte... Acababa de pasarle él la pelota al compañero que metió el gol cuando le entró el defensa enemigo y le dio tal golpe en la pier­na derecha -porque hay que ver cómo juegan, a lo bruto- que me lo dejó tendido en el suelo...
Yo que vi la camilla y el locutor que decía: ha sido importan­te, ha sido importante... y la cara de dolor que tenía mi niño... Yo creí que me moría. Sólo pensaba: ¿qué sen­tirán las pobres abuelas de los toreros, Dios mío...? Porque peor que la patada es la cornada del toro... Mi hijo me llamó en seguida para tranquilizarme. Lo dejaron aquella noche en la clínica. Su madre, como además de madre es enfermera, no se separó de él... Yo no podía dormir. Pensaba: La culpa es mía por haber­le regalado aquel balón de reglamento... Pero qué ale­gría le dio aquel balón. Lo que jugó con él. Y ahora ya ve usted, con dieciocho años y le han seleccionado para jugar esa Copa que debe ser importante ¿no?... Mi niño... Porque será campeón, pero es un niño... Que no, hombre, que no, que no son lágrimas, que no lloro. Es esa luz de los focos que tienen ustedes para los fotos... Y ya le he advertido y le vuelvo a advertir que de fotos de la casa, nada... Buena se iba a poner mi nuera... Mire, le voy a enseñar la foto que más me gusta a mí. La tengo en la mesilla de mi cuarto en un portarretrato. Tenía ocho años y aquí le tiene con la camiseta del Madrid que se la compré yo... Mire qué cara de listo...

Con el pie en el balón apoyándolo, sujetándo­lo para que no se le escape... Hombre, el futuro na­die lo conoce, pero digo yo que si se tuerce la cosa podrá seguir con los estudios aunque sea de noche y trabajando de día, que no será el primero que lo hace. Y siempre tendrá el recuerdo de lo que fue... Además a él le quiere todo el mundo porque es muy buen compañero para todos. Si te quejas de que uno le ha dado un empujón o un golpe fuerte, él dice: ¿tú qué sabes, abuela?... Y de los árbitros, y de las tarjetas... No hay quien le hable de eso... Mire, yo también le pregunté una vez lo que usted me pregunta a mí, que por qué quería ser profesional en el fútbol. Y él me contestó: Porque quiero ser el mejor en algo y en esto lo voy a poder ser, estoy seguro... Allí sí que se me es­caparon las lágrimas. Porque me acordé de lo que contaba mi marido del Coppi, ese ciclista italiano, que decía: Todos los hombres son iguales pero hay al­gunos más iguales... Y mi niño quería ser de los que no son iguales... Si yo creyera en algo, que no creo, Si creyera que el abuelo le puede ver a mi Baldo desde allá arriba por un agujerito. Que puede ver a mi nieto matándose por ser el mejor...

domingo, 18 de mayo de 2008

EL LUGAR DONDE LAS ARAÑAS HACEN SU NIDO

Marcial Fernández

Flavio Grand, italiano de familia materna, de pensamientos arquitectónicos de paterna, y el cocinero de historias más imaginativo y con más sazón de entre todos mis amigos, que igual trama en segundos un exquisito spaghetti alla bolognese que un buffet de manjares inexistentes, me regaló el siguiente cuento. La narración, pues, la acompañamos con un chianti dulzón y suave, obsequio de su amante Berenice, una morena desalmada que algún papel juega en este mangiare, mismo que Flavio nunca me confesó si era cierto o no, por lo que cualquier agravio a la Cosa Nostra no es sino una mera coincidencia. Estábamos trabajando en unos guiones cinematográficos en mi casa de San Ángel cuando Flavio soltó el relato. Pero me lo dio a conocer como si nada, como si se tratara de una escaleta más de su gran alacena, apenas el condimento para darle intriga, acción, magia y humor a una tarde de diciembre; apenas para darle cuerpo al buen vino de Berenice. Flavio me dijo:
-Imagínate la liga de futbol italiana en la década de los ochenta. Con jugadores que venden su talento al mejor postor, y con apostadores que corrompen árbitros, a porteros de equipos rivales, a estrellas contratadas del extranjero.-De acuerdo -contesté y le di un sorbo al chianti.
Flavio, por su parte, prendió uno de mis puros, exhaló una gigantesca oleada de humo, se sirvió más vino y continuó la historia: -Ahora imagínate todos los entramados de dicha corrupción. Una trattoría de Nápoles, o de Palermo, diseñada por un pintor costumbrista, lugar en donde se va a llevar a cabo un soborno...
Entonces vi claramente como Salvatore Galli, delantero centro del equipo Verona, o del Roma, luego de estacionar su fiat convertible a la puerta de dicho establecimiento, se baja del auto y mira a todas partes, se acomoda el nudo de la corbata para después, con paso decidido, entrar a ese lugar de mesas con manteles de cuadrícula, paredes con fotografías de familia, una larga barra de madera y al fondo, cuatro o cinco sujetos con los atavíos más clásicos del cine hollywoodense de gansters.
El godfather del grupo se deja ver entre todos los mafiosos, sus súbditos, y abre los brazos para recibir al recién llegado, quien acepta el contacto y luego le besa el anillo del dedo anular, regordete, de la mano siniestra. -Salvatore -dice el sujeto-, ¡qué bueno que no olvidas tu sangre! ¡Qué bueno que acudes al llamado!
El futbolista asiente con una ligera sonrisa.
-¿Ya comiste, querido?
Y Salvatore, que es casi un niño, vuelve asentir. Pero el padrino no le hace caso y lo lleva a una mesa lejana de oídos indiscretos. Lo invita a sentarse al momento que un mesero les sirve un vaso de vino de la casa adelgazado con agua.
-¿La mamma, bien? -pregunta el viejo.
-Bien.
-Bene, bene. El mesero sale de escena y regresa con fettuccine ai funghi di bosco y deja la charola en el centro del convite para que el abuelo reparta. Entre plato y plato hablan de viandas de la tierra, de los muchachos del barrio, de aquella putilla que ya es actriz de pantalla grande, pero ni una palabra de futbol. Tres vasos de vino son suficientes para que Salvatore se sienta relajado, a gusto, contento por reencontrarse con sus raíces. Beben café y el godfather le hace una seña que marca el final de la entrevista. Ambos se levantan sonrientes, se dan un abrazo de despedida y el padrino le susurra al oído: -Mañana tu equipo pierde. Salvatore, en apenas un instante, se abisma en una pesadilla. Intenta deshacer el abrazo pero el godfather lo sujeta con fuerza. Le repite:-Mañana tu equipo pierde. -Y, tras una pausa, agrega-: hay mucho honor y muchas liras de por medio. Serás recompensado generosamente.
Salvatore abre aún más los ojos en un intento por escapar del mal sueño. Piensa en empujar al viejo y escupirle al rostro, devolverle de esta manera todos los viejos favores a la mamma, a sí mismo. Le quiere decir algo y no puede. Desea negar su participación en el fraude y sabe que es imposible, que le costaría algo más que su carrera. Finalmente el padrino deshace el abrazo y sujeta a Salvatore por los hombros. Le sonríe como los abuelos le sonríen a los nietos, y le dice:
-Ahora, a tu hotel, que nadie sospeche.
Salvatore se siente asqueado, mareado; sin embargo, logra salir con aire sereno de la trattoría. En la calle lo reconocen unos hinchas y le piden su autógrafo. Los ignora y aborda el fiat entre insultos de los ofendidos.
-Bambino di merda -alcanza a escuchar. Enciende el auto y atraviesa avenidas, calles y callejuelas a toda velocidad, sin mirar semáforos. Se detiene en un vecindario de la parte antigua de la metrópoli, la que en época de Justiniano fue villa de cortesanas. Entra a un edificio y en uno de los pisos, su novia, Berenice, una morena que el tiempo volvería desalmada, le abre la puerta y, al verlo, pregunta: -¿Qué pasa?
Salvatore no contesta y la empuja al interior del departamento. La besa y en el sofá casi la viola entre ronroneos de un gato de angora. Acaban y vuelven a hacer el amor, ahora mecánicamente, como por obligación. Terminan y Salvatore se levanta para servirse una copa de grappa que bebe hasta el fondo, observa el cristal entre gesticulaciones y se vuelve a Berenice, quien se muestra absolutamente desconcertada; Salvatore disimula, de nuevo se le acerca y de nuevo invita a la cópula, esta vez con la lentitud y el cuidado que propicia cierto sentimiento de culpa.
Antes del anochecer, mientras Berenice toma una ducha, Salvatore sale del edificio como los ladrones que expían su pecado en el confesionario. Pone en marcha el fiat y lo enfila rumbo al hotel en donde se concentra su equipo. Los compañeros y el cuerpo técnico lo esperan; le hacen bromas; pero nada, Salvatore está indiferente, no asiste a la charla del entrenador ni a la cena. Pide disculpas, dice que le duele la cabeza y que se va a dormir. No obstante, no logra conciliar el sueño. A la mañana siguiente, sin embargo, parece recobrado. Le regresa su habitual buen humor y la deferencia hacia sus compañeros. Da declaraciones optimistas a la prensa y señala por TV que ganar el presente partido es una obligación. Que aspira a que el seleccionador nacional se fije en él.
Empieza el juego y Salvatore alinea de capitán, y el partido transcurre en el tenor del futbol italiano: a la defensiva, de mucha marca, de mucho toque de balón y tácticas salidas de la pizarra. En el minuto noventa, asimismo, el marcador señala un 1 a 0 rotundo, contundente, casi definitivo a favor del equipo rival. El delantero centro, no obstante, se siente aliviado, pues en realidad en él no han recaído oportunidades ya no se diga para ganar el cotejo, sino para siquiera emparejarlo. Pero, segundos antes de que concluya el encuentro, penal, penal, penal... A favor de su equipo. Salvatore, goleador de su escuadra, es designado por el D. T. para cobrar la falta.
-¡La gran puttana! -Murmura entre dientes- ¡La gran puttana! -Se repite mientras coloca el esférico en la mancha blanca-. ¡La gran puttana! -Se dice por última vez al verse en el área del fusilamiento, en donde, en esta ocasión, caso paradójico, el fusilado no va a ser el portero, sino el propio fusilero.
Salvatore, entonces, se perfila a tres pasos del balón. Mira el arco contrario, al cancerbero; los gritos del público se le diluyen en los oídos con un espeso silencio; se concentra; cree imaginar toda su vida, a su mamma regalándole su primera pelota, su debut en la primera división... Escucha el silbatazo del árbitro, camina dos pasos, uno más, quiebra ligeramente la cintura, finta y dispara...
¡Fuera!
De las tribunas se desata un abucheo total al tiempo que Salvatore cae de rodillas tapándose el rostro con las manos. Se decreta el final del partido.
Flavio, quien todavía no termina su relato, aprovechó mi estupor para servirse más chianti y volver encender su puro. -¿Y? -Pregunto impaciente.
-Salvattore Gali recibió de manos de la mafia una maleta llena de liras.
-¿Y?
-La aceptó.
-¿Y?
-Le confesó a Berenice que él intentó anotar el gol, que él tiró al marco.

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/10/99


MÉXICO-ZAMBIA CON TIROS PENALES

Marcial Fernández

La historia me la contó Gustavo, a quien a su vez se la contó el sargento Núñez, a quien a su vez se la contó Rey, el titiritero de la anécdota, qué digo titiritero, todo un mago de pueblo, de ésos que en el escenario se equivocan y en lugar de aparecer un conejo del sombrero de copa, lo que de ahí se les escapa es un tigre que acaba con la función. Bueno, tampoco hay que exagerar, aunque los acontecimientos en su momento fueron un verdadero drama, o por lo menos lo fueron para Rey, con el paso del tiempo sucedió lo que comúnmente sucede: el drama termina en comedia y en un buen relato para contar. Antes de seguir hay que aclarar una cosa: los hechos son cien por ciento reales y Rey es un personaje famoso que ha dedicado toda su vida al futbol, al principio como jugador, el rey del tablero de ajedrez, y luego como director técnico, el también rey que mueve las fichas blancas o negras a su antojo, siempre con la mira en derrocar al adversario. El cuento, pues, inicia en un puerto de México. Diré que en Mazatlán, aunque todos sabemos que ahí no hay equipo de primera división, pero sí afición futbolera. Ahora bien, el Mazatlán, dirigido por Rey, se disputaba los primeros lugares de la tabla con un equipo de la capital, diré por decir que los jaguares, la escuadra de la Iglesia.
En ese entonces jugaba con los jaguares Daniel Trejo, un centro delantero excepcional, de quien se dice pudo haber llegado más lejos que Hugo Sánchez. Yo no lo creo; sin embargo, poseía cualidades parecidas al pentapichichi, además de que era el hombre a marcar, ya que al nulificarlo se nulificaba a la decena sobrante.
Eso lo sabía Rey, claro que lo sabía. Por eso decidió mover sus peones aún antes de iniciar la partida. Y no. No contrató a mariachis para que les cantarán toda la noche a los jaguares afuera del hotel, ni motivó a los mazatlecos a que hicieran sonar sus claxons frente a los ventanales donde se hospedaban los de la Iglesia. Rey fue más sutil, simplemente descolgó el teléfono y le habló a Rosabel, que en realidad se llamaba María, una mujer capaz de hacerse pasar por demonio frente al mismísimo Simón del Desierto. -Reina, te tengo un trabajo...
De esta manera, un día antes del juego Mazatlán versus jaguares, cerca de las cinco de la tarde, Rosabel, vestida toda de blanco, con una toga moderna y entallada, el cabello corto y rojo, casi naranja, la mirada azul y las facciones espigadas y dulces, entró al hotel Francia, que era el sitio en donde se concentraban y dormían los de la Iglesia y, sin hacer caso a turistas y nacionales que se volvían a verla, se sentó en una silla alta junto a la barra del bar.
En este punto hay que señalar que el hotel Francia tiene cinco bares o cantinas, como se les quiera llamar. La barra a la que llegó Rosabel es justamente la que está en el lobby, por lo que en tal sitio no era difícil llamar la atención.
Ahí, Rosabel, sentadita y con ademanes correctos, le pidió a Miguel -quien, además de cantinero, era su amigo-, un martini, y como no queriendo sacó de su bolsa un cigarrillo, también blanco, y se puso a fumar con un ligero biz de puta elegante, de ésas por las que Marco Antonio perdería un imperio.
Los buitres de hotel, es obvio, la empezaron a fastidiar. Es más, Juan de Labra, un argentino defensa central de los jaguares, le hizo charla. No obstante, ella negó saber de futbol y le dijo que los futbolistas no le interesaban, peor: la aburrían. Él se quiso burlar de ella, y ella, más pedante que él -cosa que es mucho decir-, se dio media vuelta y empezó a platicar con Miguel, quien aceptó el diálogo como un triunfo personal frente al extranjero.
Cuando De Labra desapareció, Rosabel le preguntó al barmán: -¿Conoces a Daniel Trejo?
-¿No que no te gusta el futbol?
Ella le guiñó el ojo.
-Míralo -se lo señaló sin dejar de preparar unas piñas coladas para unos italianos.
Rosabel se dio vuelta y clavó la mirada en el indicado, quien tenía un cierto aire a Maradona, el único futbolista que ella realmente admiraba. "Ojalá traiga doña Blanca", pensó y lo siguió espiando. Él, en tanto, al sentirse observado, se hizo el loco y, con otros integrantes del equipo, se perdió en el interior del hotel.
Sin embargo, no tuvieron que pasar más de dos martinis para que Miguel le comentara a Rosabel que allá, en una de las mesas del fondo, la buscaban. En una esquina semioculta, Trejo hacía como que trabajaba, como que escribía garabatos en unos papeles en blanco, como que revisaba sus propios manuscritos.
La mujer, sin más, se acercó a la mesa. -Me puedo sentar.
Trejo asintió con una sonrisa de oreja a oreja.
-Me llamo Ana -dijo Rosabel, también llamada María, mientras el sujeto se levantaba para acomodarle una silla.
-Daniel... Daniel Trejo. -Le dio la mano-. Mucho gusto.
-Perdón, pero... No vayas a pensar que...
-No, no, no.
-Lo que pasa es que mi novio...
-No, no te preocupes, ¿qué quieres tomar?
-¿Tú qué tomas?
-Refresco, Coca.
-Entonces, una Coca.
-¿Segura?
-Segura. ¿Fumas? -Sacó sus cigarrillos.
-No, por el momento.
-Oye, ya me dio pena, no vayas a pensar que soy...
-No, mujer, no te preocupes. Y con una de esas conversaciones en las que sin decir nada en realidad se dice todo, la pareja acabó bebiendo la mar de combinaciones: refresco, whisky, ron y, ya en una de las habitaciones, champaña, mucha champaña, que no sólo bebieron sino que se echaron encima. Sí, se bañaron en viuda de Clicquot, primero con ropa y luego desnudos en la tina.
Así, alrededor de la seis de la madrugada, Ana, o Rosabel, o María, que para el caso era la misma, salió del Francia y, todavía con los estragos de la parranda, se fue a tomar una cerveza a los portales. De ahí a echar una birria y después a planchar la oreja.
A las once, no obstante, la despertó el teléfono. -¿Sí? -Contestó de mala gana.
-¿Cómo te fué?
-¿Quién habla?
-Rey.
-¡Ah, Rey, mi vida, de maravilla! Todo un México-Zambia con tiempos extras, tandas de penales, cinco goles y mucha, mucha champaña... Me duele mucho la cabeza...
-Bien, bien. Hoy mismo mandó a depositar en tu cuenta.
-Cómo tú digas, amor.
Rey colgó su celular y quedó tranquilo, más que tranquilo, contento, orondo, como el gusano de la botella de mezcal que sabe que la felicidad del borracho es recíproca a su infelicidad del día siguiente.
Al quince para las doce, hora en que el sol calaba los huesos, el estadio de Mazatlán estaba de bote a bote, sin un sólo lugar para un aficionado más. Las escuadras salieron a la cancha.
A las doce en punto empezó el juego.
Y sí, dicho partido significó un parteaguas en la carrera de Daniel Trejo durante aquella temporada, mientras que Rey quedó como un imbécil por no mandarle marcaje especial en aquel encuentro. El delantero no sólo anotó tres goles -el resultado final fue Mazatlán 1, jaguares 3-, no sólo corrió los 90 minutos como un galgo incansable, no sólo hizo dos o tres jugadas de genio, sino que la prensa lo designó el jugador de la semana, y El Gato Solorzano, comentarista de la transmisión por T.V. del juego, ponderó una y otra vez el profesionalismo y entrega de este futbolista adentro y fuera de la cancha.
De esta manera, pues, a las tres y media de la tarde volvió a sonar el teléfono de Rosabel que, apenas contestando escuchó de golpe la voz colérica de Rey: -¿Con que un México-Zambia con tiempos extras?
-Y tiros penales -respondió la mujer sin entender a bien el tono de Rey.
-¡Carajo, Rosa, no seas cínica! ¿Con quién carajos estuviste ayer?
-¿Cómo que con quién? Con quien me dijiste, con Daniel Trejo.
-Entonces, ¿por qué amaneció fresco como una lechuga, tanto que nos clavó tres pepinos?
-Imposible. Lo dejé en la madrugada hecho una piltrafa, ahogado, vampirizado...
-¿A Daniel? ¿A Daniel Trejo?
-Que sí, Rey, no seas pesado, el muchacho debe de ser un fenómeno para recuperarse tan pronto, de otro modo no me explico que a sus treinta y tantos...
-¿Treinta y tantos? Daniel no llega a veinte.
-¡Qué! ¿Acaso no se parece a Maradona? ¿Acaso no tiene los ojos verdes y el cabello chino?
Rey no contestó.
-¿Acaso no tiene una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda?
-Sí, sí la tiene -Rey hizo una pausa, tragó saliva y antes de colgar únicamente atinó a decirle-: sólo que ese es Daniel Trejo padre, psicólogo del equipo, no el centro delantero.

* Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/01/00

domingo, 13 de abril de 2008

Apuntes del futbol en Flores



Alejandro Dolina



Selección propuesta por Carlos "Primo" Escobar. Del Triana
Anotada por Jose Luis González F. (Doc)

En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amarga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del qué cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La tradición del qué lo abandona. La avaricia de los que no suelta la pelota.
Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto.

Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era juego perfecto, y respetaban a los craks tanto como a los artistas o a los héroes. Se asegura que los muchachos del Angel Gris tenían un equipo.

La opinión general suele identificarlo con el legendario Empalme San Disiente Morón Vicente, conocido también como el Cuadro de las Mil Derrotas.Según parece, a través de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como Temperley, Caseros, Saavedra, san Miguel, Florencio Varela, san Isidro, Barracas, Liniers, Núñez, Palermo, Hurlingham o Villarreal.

El célebre puntero Héctor Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de anotaciones en el que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas que vale la pena conocer.

-En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación del equipo visitante. Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concretan a modo de venganza. Si el resultado es una igualdad, la vía va obra como desempate. Y si, como ocurre casi siempre, los visitantes pierden, la violencia tome nombre de castigo a la torpeza.
-En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio y que estaba en los terrenos de una casa abandonada.
-En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos [1], una canilla petisa[2] que malograba a los delanteros veloces.
-Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie se atrevió nunca a cabecear.
-En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio. A veces los jugadores pisan el sector infernal, adquieren habilidades secretas, convierten muchos goles, triunfante en Italia, se entregan al lujo y se destruyen.

Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan mal, son excluidos del equipo, abandonan el deporte, se entregan al vicio y se destruyen. Hay quienes no pisan jamás el coto del diablo y prosiguen oscuramente sus vidas, parecen desengaños, pierden la fe y se destruyen. Conviene no jugar en la cancha de Piraña.

Las últimas páginas del cuaderno de Ferrarotti contienen historias ajenas. Algunas de ellas muestran un conmovedor afán literario. Veamos.

El tipo que pasaba por ahí.
Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia.

Pero una tarde en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.

Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con este juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los sometidos que jueguen de relleno.

El réferi demasiado justo.
El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo.

De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a los buenos y castigar a los canallas.

Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.

Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa, amigos o lacayos de los sobradores, por temor a se sus víctimas. Inflexibles con los débiles y condescendientes con los matones.

Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores lamentaron no haber estado allí, para hacerse dar una piña en su homenaje.

El patio de las pelotas perdidas
Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando la pelota se va lejos, la ocultan entre los yuyales [3] o en las zanjas para que los jugadores no puedan encontrarla. Ya en la noche, llevan las pelotas perdidas a un patio secreto.

Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros[4]. Y en las madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar su despojo.

Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas: duras reliquias con tiento, flamantes cueros profesionales, humildes "Pulpo" de goma, infames bolas de plástico que doblan en el aire, ásperas veteranas que han conocido mil costurones. Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha de sacar las pelotas cautivas para devolverlas a sus dueños. Y todos sentirán la emoción de revivir viejos piques olvidados.

Instrucciones para elegir en un picado[5]
Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances.

El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo.

A lo largo de los años, muchos futbolistas adevertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada. Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.

Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces. El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán.

Un equipo de hombres que se respeten y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.


El último partido de Rosendo Bottaro
Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.

-Con usted Bottaro no podemos perder.

Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero. Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:

-Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...

Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.

La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines[6] hacían maniobras invisibles.

En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.

Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza. Después se sintió cansado.

Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.

Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.

-Dicen que iba llorando-.

Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!

El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.

Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo apasionadamente. Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes[7] que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.




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[1]Pasto


[2] Llave o conducto pequeño de agua.


[3] Pasto, pasto hierba.


[4]Áspero, Bravío, referido generalmente a animales del campo por los gauchos


[5] Una cascarita.


[6]Laterales o extremos.


[7] Dicen que las alcantarillas de Buenos Aires, de marca A. Torrents, eran utilizadas por los indigentes, de ahí llamarlos, "atorrantes", aunque por otro lado, se dice también que proviene del vasco Atorra, camisa, y atorrante; descamisado. Por extensión, la palabra es utilizada en Argentina y Uruguay para designar a la persona vaga, que odia el trabajo. Aunque su locución se puede aplicar como en castellano mexicano se hace de la palabra "guey" cuando no se usa como calificativo.

sábado, 15 de marzo de 2008

ESSE EST PERCIPI

ESSE EST PERCIPI[1]
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares


Viejo turista de la zona Núñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro[2], miembro de número de la Academia Argentina de Le­tras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia Panorámica del Periodismo Nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las do­cumentaciones de práctica lo habían llevado casualmen­te a husmear el busilis[3]. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, a cuya sede, sita[4] en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me con­fió, mate va, mate viene, pormenores de bulto que alu­dían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repi­tiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tiran­tez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención oportuna de Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro-half Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhe­sión al once de Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosófica­mente, como aquel que sueña en voz alta:
-
-Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.
-
¿Alias? -pregunté, gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que acla­ma la afición?
-
La respuesta me aflojó todos los miembros.
-
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?
-
En eso entró un ordenanza que parecía un bom­bero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor.
-
-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? -ex­clamé-. ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabás?
-
-Que espere -ordenó el señor Savastano.
-
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? -aduje con sincera abnegación.
-
-Ni se le ocurra -contestó Savastano-.
Ar­turo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da...
-
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me di­suadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó:
-
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Ca­margo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente lo sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido?
Ya puede retirarse.
-
Junté fuerzas para aventurar la pregunta:
-
-¿Debo deducir que el score se digita?
-
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
-
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los esta­dios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa ex­citación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel pre­ciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-
-Señor ¿quién inventó la cosa? -atiné a pre­guntar.
-
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase Domecq, la publicidad masi­va es la contramarca de los tiempos modernos.
-
-¿Y la conquista del espacio? -gemí.
-
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo negue­mos, del espectáculo cientifista.
-
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?
-
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repantigado, atento a la pantalla o cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere,
Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el progreso que se impone[5].
-
-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.
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-Qué se va a romper -me tranquilizó.
-Por si acaso seré una tumba -le prometí-. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales.
-
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.
-
Sonó el teléfono. El presidente portó el oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.



(Incluido en Crónicas de Bustos ©1963, Adolfo Bioy Casares/Jorge Luis Borges, Emecé Edi 1979, 1991, 1997 y © María Kodama. Tomado de Cuentos de Futbol argentino, selección de fontanarrosa. Alfaguara 2004).
-
*Anotaciones de José Luis González Fernández (Doc).

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[1] Significa “Existir es ser percibido” según el idealismo subjetivo de Berkeley. Este cuento, pertenece a los los relatos detectivescos Seis problemas para don Isidro Parodi (publicada en 1942) escritos a la limón entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Tienen como autor imaginario a Honorio Bustos Domecq, quien supuestamente fue un escritor precoz que publicó a la edad de 10 años, polígrafo, inspector de enseñanza y defensor de pobres. Posteriormente, Borges y Bioy Casares publicaron con el mismo seudónimo Crónicas de Bustos Domecq (1967), de donde se extrae este cuento.
[2] Gervasio Montenegro es colega imaginario de Honorio Bustos Domecq, y también aparece en los relatos, como un célebre actor acusado de asesinato en algunos realtos.

[3] Meollo, Quid del asunto

[4] Situado

[5] Hoy mas que nunca, apoyado por los medios de comunicación a su servicio ¿o al revés?, el gobierno de la República intenta conseguir, y mucho ha logrado, que la afición siga creyendo en los partidos que transmiten. Mucho han de deberle a Ferrarás y don Tulio Savastano.